Hannah Arendt, en su obra Eichmann en Jerusalén: Un informe sobre la banalidad del mal, decía - no sin levantar una oleada de protestas por todo el mundo - que este alto cargo de las SS nazis que acababa de ser juzgado no era el hombre más cruel y desalmado sobre la faz de la Tierra, como era visto por la gran mayoría, sino un simple burócrata. Eichmann cumplía con el deber que se le había encomendado dentro del sistema (nazi, pero el sistema legal al fin y al cabo) sin hacerse ningún tipo de planteamiento moral o intelectual, y por eso fue capaz de realizar tales fechorías: simplemente, dejó de pensar.
El holocausto es algo racionalmente incomprensible y emocionalmente imposible de asimilar. Sin embargo, sucedió. George Steiner alegaba - con una razón abrumadora - que ese momento de la historia universal que alcanzó su máxima expresión con los campos de concentración de Auschwitz fue posible porque el 90% de los europeos estaba de acuerdo. Que había más gente de acuerdo que en desacuerdo es algo evidente, la historia suele acompañar a las mayorías. Sin embargo, creo que el verdadero problema es que el 90% de Europa no se hizo ningún planteamiento de tipo moral o intelectual, renunció a la esencia del ser humano y con ello eludió su responsabilidad: simplemente, dejó de pensar.
Esto me lleva a confirmar algo a lo que ya venía dándole vueltas un tiempo: la mediocridad es el peor enemigo del ser humano. Y ni siquiera es una conclusión a la que haya llegado pensando en el holocausto, sino sencillamente observando las reacciones de la gente ante cosas desde lo más insignificante, como que un futbolista se vaya de fiesta tras perder un partido (el holocausto es, sin lugar a dudas, mucho más interesante y complejo), hasta lo más relevante, como un pacto de Estado que incluye una cláusula en la que se acepta la cadena perpetua. Así, sin reflexión ni debate, porque este es nuestro siglo XXI. Y porque tras dos guerras mundiales y un holocausto nazi seguimos anestesiados por ese derecho al olvido que nos hemos auto-reconocido para poder convivir con los horrores que la civilizada Europa de antes de ayer cometió bajo la influencia del no pensamiento.
Y una de las cláusulas de ese derecho auto-reconocido es que podemos vivir sin reflexionar, porque después de tanto sufrimiento nos lo hemos ganado (¡ja!). Y esto supone un problema para mi segunda conclusión, cuya esencia radica en que el mejor arma para combatir la mediocridad es la Memoria. No se trata desde luego de una memoria autómata que recuerda todos y cada uno de los hechos sin entender nada. Se trata de una memoria cuyo último fin busca ir más allá y llegar a una verdad más universal; entender - y no justificar - qué es lo que pasó, por qué pasó, cómo pudo pasar y lo que es más importante, qué pasa a partir de ahí. Porque el error más grande que puede cometer la sociedad es intentar avanzar sin entender que la Historia ha cambiado radicalmente de plano y que dejar de pensar trae consecuencias que no nos podemos permitir. Recordar y entender para no repetir.
No pretendo, ni mucho menos, comparar el holocausto con el pacto de Estado realizado recientemente en España (cuya polémica cláusula viene camuflada, en mi opinión, bajo el escudo de la seguridad, algo muy distinto de lo que subyace en ella), pero cuando algo sucede sin que medie una reflexión - moral, intelectual, social - me saltan todas las alarmas, sobre todo cuando la sociedad reacciona a tan bajo nivel como sus representantes actúan. Pues bien es sabido que los atavismos más crasos sienten la necesidad más impetuosa de cubrirse con un ropaje de modernidad y progreso, citando a Hermann Hesse, escritor a quien tampoco le faltaba razón cuando decía que
No hay nada tan malvado, salvaje y cruel en la naturaleza como el hombre normal.