martes, 12 de mayo de 2015

a pleno pulmón

Las paredes de la sala eran de color blanco, lisas. Le daba claridad a la exposición, le oí decir en alguna ocasión al dueño de la casa -ahora museo-, realzaba las pinturas. Nada más entrar en ella comencé a observar detenidamente. Me refiero a las personas, claro, no a las obras. Había gentes de todo tipo, grupos de lo más variado a los que me acercaba disimuladamente para escuchar apenas unas palabras de lo que les sugerían aquellos cuadros. Palabras de admiración, la mayor parte de las veces; palabras vacías casi siempre. Seguí observando. No sabía qué estaba buscando pero entonces lo encontré ante mis ojos y supe qué era. Quién eras. Querías ocultarte entre los visitantes, y casi lo consigues, he de reconocerte eso. Pero tu mirada era la de aquel que va dejando un pedacito de vida en cada nuevo atardecer. Era la del artista cuyas obras le queman en los ojos. Y tus yemas te delataban. Imposible pasarte por alto.

Saliste de la estancia y no pude evitar seguir tus pasos. A la salida, un pasillo. Una habitación, dos habitaciones, tres habitaciones. Entraste en la cuarta. Entré contigo. Y, sin quererlo (o quizá sí), entré en ti. Esta nueva sala no tenía las paredes blancas, no era clara, ni ordenada, pero era tan conmovedora que me hacía temblar de arriba a abajo. No, de abajo a arriba, todo empezaba por los pies, que pisaban con la punta uno de los tantos bocetos que contenía el cuarto. Muchos estaban rotos, rasgados más bien, como si el autor buscara hacerles daño pero sin querer destruirlos del todo. Como si tuvieras miedo de matar una parte de ti también. Sentí el impulso de acercarme, de tocarte, pero me contuve. No sé si temía que te apagaras con el roce o que me quemaras en el intento. Lo que sí sé es que acababa de entrar directa y sin permiso al corazón de tu mente, o de tu obra, que viene a ser lo mismo.

Por primera vez desde que había entrado en aquella sala dejé de mirarte - no sin un gran esfuerzo - y comencé a mirar todas las pinturas que me rodeaban. El proceso de creación. Repasé con las yemas de los dedos aquellos trazos desiguales, enfadados, enérgicos, a veces tristes. Cada uno parecía esconder el peso de una historia. No sabría decir si se trataba siempre de la misma historia o si eran historias distintas sobre un mismo hombre, pero todas latían bajo un mismo tempo, de eso no había duda.

Esta debería ser la verdadera exposición, pensé.

Salí sin hacer ruido de esa habitación y volví a aquella primera de paredes blancas. Apenas quedaban dos o tres personas. Esperé a que se fueran y me senté en el suelo, también blanco, justo en el centro. Cerré los ojos durante dos segundos, quizá algo más, y comencé a respirar aquel aire turbado de ti. Te atravesé. Me dejé quemar. Entonces dejé de ver trazos para empezar a ver golpes de aliento. Pequeñas dosis de oxígeno entre pincelada y pincelada. Justo esas que parecían faltarte. Entonces te entendí. Y solo entonces te vi.

Definitivamente, aquellas paredes no deberían ser blancas.

Tendría que haber pasado una caballería por ellas para acercarse siquiera a lo que las obras pedían. O, como mínimo, pensé, haber pasado por la mano de Pollock.

La iluminación también era excesiva, tan hiriente como el blanco brillante. Me levanté y busqué el regulador. Dejé la sala a media luz, casi rozando la penumbra, y salí con cuidado.

No soportaría despertar al corazón palpitante que dormía reposado sobre los lienzos.