Inspiras, expiras. Inspiras, expiras. Hasta que consigues hacer oídos sordos a todo menos a tu respiración. Te agarras con fuerza a las cadenas del columpio, porque necesitas hacer algo con la rabia, esa que llevas acumulada durante meses. Y te balanceas. Como en la vida. Subes y bajas. Aunque lo cierto es, que hace mucho que no sientes estar arriba, en lo alto del columpio, donde pareces volar. Más bien te sientes más pequeña y patética que nunca, y sientes dolor en partes del cuerpo que ni siquiera sabías que tenías. Aún así, sigues balanceándote, porque no hay otra opción. Y eso te cabrea. Agarras aún más fuerte las cadenas, como si con ello pudieras cambiar algo. Cierras los ojos e intentas descubrir qué hiciste mal, dónde estuvo el error, qué fue lo que malinterpretaste. Es absurdo. La conclusión es la de siempre. Te duelen los dedos de tanto apretar, así que decides volver a la primera opción, respirar hondo. Inspiras y expiras cinco veces, diez, veinte, hasta que decides que has respirado lo suficiente a oscuras como para ser capaz de hacerlo también con los ojos abiertos, sin que el simple hecho de ver lo que tienes alrededor, te duela. Y al abrirlos te sorprendes a ti misma con una sonrisa. Porque no estás tan sola ni tan perdida como creías. Porque de repente ves que hay alguien a tu derecha que se columpia contigo, que no te suelta, que no deja que te caigas, que camina a tu lado. La misma persona que ha estado durante todo el camino y no has visto de verdad hasta ese momento. Entonces aflojas los dedos poco a poco y te dejas llevar por el columpio. Y te ríes. Te ríes mucho. Te ríes como nunca. Y saltas, gritas, cantas, lloras. Pero esta vez no lo haces sola. Porque está ella, y sabes que seguirá estando aunque caigan chuzos de punta.
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