Durante mucho tiempo intenté convencerme de que podía asumir la muerte como algo natural, ajeno a mí. Luego lo entendí. El primero en decir que la vida y la muerte son caras de una misma moneda encontró la mayor verdad universal. Y es que cuando aprieto los ojos y el alma para sentir la vida hasta en la última fibra de mí, no puedo evitar sentir también la muerte; latente, paciente. La muerte es parte de la vida. La vida es parte de la muerte. Y ambas son parte de mí. Cuesta asumirlo cuando no crees en el más allá y sabes que el más acá, tarde o temprano, termina. En el instante en el que realmente eres consciente, la realidad se vuelve cruel y fría como un témpano de hielo. Durante un segundo intento vivirlo todo a la vez por si la muerte decide sorprenderme a la mañana siguiente. Durante el segundo siguiente, tras el fracaso de la primera opción, intento salir de la vida en un intento desesperado de huir de la muerte, como si en una rabieta intentara dejar de respirar, pero desde dentro. Porque mientras el corazón me arde en el pecho, mis brazos siguen cruzados en frente de la pantalla del ordenador.
Siempre he sido más de sentir en silencio.
Ahora ya no puedo asumirla sin más. Necesito entenderla, trascenderla. Y en una búsqueda interminable he encontrado aquello que me calma el miedo. El equilibro de grandezas.
Cuando pienso en el ser humano no puedo evitar pensar en arte, arte y más arte. Las grandes tragedias griegas, la literatura, la música, la ciencia, y todo aquello que me hace temblar hasta dejarme sobre las rodillas. Todo ese arte resarce la grandeza de la humanidad, y de tanto admirarla me hace sentir impotente. Lo que no llegaré a conocer, a entender, a ver, a sentir... La grandeza de la complejidad imperfecta.
Pensar en la naturaleza, en cambio, no me produce tal agitación sino todo lo contrario: paz. "Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando...", decía Juan Ramón. Y en realidad no iré sino volveré al comienzo. A esa perfecta maquinaria que, a pesar de su paz, nos hace sentir pequeños. La grandeza de la complejidad perfecta.
Y es ahí, entre lo perfecto y lo imperfecto donde nos encontramos; siempre en lo difícil. Es ahí donde puedo entender la vida y la muerte como una sinergia que lo embellece todo.
El arte es lo que nos salva de la vida. La vida es lo que nos salva de la muerte. La muerte, lo que nos regala y nos arrebata la grandeza.
Efímera y eterna.
Cruel. Hermosa.
Real.
Siempre he sido más de sentir en silencio.
Ahora ya no puedo asumirla sin más. Necesito entenderla, trascenderla. Y en una búsqueda interminable he encontrado aquello que me calma el miedo. El equilibro de grandezas.
Cuando pienso en el ser humano no puedo evitar pensar en arte, arte y más arte. Las grandes tragedias griegas, la literatura, la música, la ciencia, y todo aquello que me hace temblar hasta dejarme sobre las rodillas. Todo ese arte resarce la grandeza de la humanidad, y de tanto admirarla me hace sentir impotente. Lo que no llegaré a conocer, a entender, a ver, a sentir... La grandeza de la complejidad imperfecta.
Pensar en la naturaleza, en cambio, no me produce tal agitación sino todo lo contrario: paz. "Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando...", decía Juan Ramón. Y en realidad no iré sino volveré al comienzo. A esa perfecta maquinaria que, a pesar de su paz, nos hace sentir pequeños. La grandeza de la complejidad perfecta.
Y es ahí, entre lo perfecto y lo imperfecto donde nos encontramos; siempre en lo difícil. Es ahí donde puedo entender la vida y la muerte como una sinergia que lo embellece todo.
El arte es lo que nos salva de la vida. La vida es lo que nos salva de la muerte. La muerte, lo que nos regala y nos arrebata la grandeza.
Efímera y eterna.
Cruel. Hermosa.
Real.
Como la vida. Como la muerte.
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