miércoles, 27 de agosto de 2014

La cultura del odio

El otro día estaba sentada en el sofá de casa haciendo zapping. En una de esas me salió Amar es para siempre, estaba hablando Pelayo, uno de los personajes más antiguos de la serie. Lo vi lo suficiente para oírle decir "Recuerda, la mejor herencia que te pueden dejar tus padres es una buena educación". Hombre sabio.

Hoy estaba sentada en un bordillo leyendo, al lado de un campo de golf, y había unas ramitas en el suelo que me molestaban. Las arranqué en cuanto las sentí debajo de las piernas. Fue algo automático, sin importancia. Pero me arrepentí nada más hacerlo. Me sentí muy humana, egoístamente humana. Y pensé. Algo no muy difícil teniendo en cuenta que lo que estaba leyendo era una recopilación de reflexiones de Hermann Hesse. Así es como actuamos: algo nos molesta y lo quitamos. Podría haberme cambiado de sitio o haber aguantado esa pequeña molestia, pero decidí arrancar las ramitas. Fácil, rápido.

Se ve que sentarme me viene bien para pensar.

Ahora dejemos las anécdotas a un lado. Podríamos decir que Occidente es el padre de Oriente. Quizá no su padre pero sí su veterano. En Occidente estamos de vuelta de la vida; de la muerte más concretamente. Hemos conocido el horror de la guerra, la fuerza de una idea que se impone, el dolor de un hombre roto. Y eso debería ser suficiente. Porque dos guerras mundiales me parecen suficiente. Pero no lo son. Nuestra capacidad de olvido es asombrosa. Y aterradora. Sin embargo, parece que un tiempo atrás sí nos pareció suficiente, y decidimos decir bien alto y bien claro que eso estaba mal. Llenamos los lugares de placas conmemorativas y seguimos con nuestras vidas. Pero había un problema que solucionar: las víctimas. Las ramitas. No las arrancamos, pero en un intento de limpiar la conciencia las movimos donde no nos molestaran, las desterramos a un rincón de la mente. Pero ese rincón ya estaba ocupado. Y ahora hay otro problema, un problema de cuya responsabilidad nos hemos desentendido. Y la boca se nos ha llenado de palabras de horror, el dedo índice se nos ha quemado de clicks. CLICKS. 

Somos esos padres que le acaban de dar una paliza a su hijo y luego le han dado el medio para descargar todo su dolor y su rabia con otro niño. Y lo va a hacer, porque eso es lo que le hemos enseñado que hay que hacer. Es la herencia que le hemos dejado. 
La responsabilidad es tan grande que a veces se vuelve insoportable.

Nos regimos por leyes que condenan un acto violento si es realizado por un individuo y que lo aplauden si se hace en masa. Tan solo tienes que pronunciar la palabra patria y todo se vuelve heroico. 
Porque así es como actuamos. Tenemos miedo y ponemos fronteras, creamos patrias de las que nos enorguellecemos porque nos dan un espacio en el que todo vale. Y todavía nos creemos distintos.
Mil lenguas, mil formas de entender la vida y otras mil de entender la muerte. Y sin embargo una sola forma de guiarnos: el instinto.

Es triste que, entre todo lo humano, acabemos eligiendo siempre nuestra parte animal.




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