martes, 2 de diciembre de 2014

Trascender la belleza

Durante mucho tiempo intenté convencerme de que podía asumir la muerte como algo natural, ajeno a mí. Luego lo entendí. El primero en decir que la vida y la muerte son caras de una misma moneda encontró la mayor verdad universal. Y es que cuando aprieto los ojos y el alma para sentir la vida hasta en la última fibra de mí, no puedo evitar sentir también la muerte; latente, paciente. La muerte es parte de la vida. La vida es parte de la muerte. Y ambas son parte de mí. Cuesta asumirlo cuando no crees en el más allá y sabes que el más acá, tarde o temprano, termina. En el instante en el que realmente eres consciente, la realidad se vuelve cruel y fría como un témpano de hielo. Durante un segundo intento vivirlo todo a la vez por si la muerte decide sorprenderme a la mañana siguiente. Durante el segundo siguiente, tras el fracaso de la primera opción, intento salir de la vida en un intento desesperado de huir de la muerte, como si en una rabieta intentara dejar de respirar, pero desde dentro. Porque mientras el corazón me arde en el pecho, mis brazos siguen cruzados en frente de la pantalla del ordenador.

Siempre he sido más de sentir en silencio.

Ahora ya no puedo asumirla sin más. Necesito entenderla, trascenderla. Y en una búsqueda interminable he encontrado aquello que me calma el miedo. El equilibro de grandezas.
Cuando pienso en el ser humano no puedo evitar pensar en arte, arte y más arte. Las grandes tragedias griegas, la literatura, la música, la ciencia, y todo aquello que me hace temblar hasta dejarme sobre las rodillas. Todo ese arte resarce la grandeza de la humanidad, y de tanto admirarla me hace sentir impotente. Lo que no llegaré a conocer, a entender, a ver, a sentir...  La grandeza de la complejidad imperfecta.
Pensar en la naturaleza, en cambio, no me produce tal agitación sino todo lo contrario: paz. "Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando...", decía Juan Ramón. Y en realidad no iré sino volveré al comienzo. A esa perfecta maquinaria que, a pesar de su paz, nos hace sentir pequeños. La grandeza de la complejidad perfecta.

Y es ahí, entre lo perfecto y lo imperfecto donde nos encontramos; siempre en lo difícil. Es ahí donde puedo entender la vida y la muerte como una sinergia que lo embellece todo.
El arte es lo que nos salva de la vida. La vida es lo que nos salva de la muerte. La muerte, lo que nos regala y nos arrebata la grandeza.
Efímera y eterna.
Cruel. Hermosa.
Real.
Como la vida. Como la muerte.


viernes, 31 de octubre de 2014

flacos

A veces me pongo nerviosa si no consigo recordar. Sobre todo cuando se trata de curvas. La curva de tu mano sobre las cuerdas de una guitarra; la curva de tu sonrisa a medias, entre el quiero y el no puedo; la curva de tu espalda cuando te asomas al balcón; la curva de tus brazos cuando te acercas a abrazarme. A veces cierro los ojos y no puedo distinguir tus curvas, y eso me pone nerviosa. Pero otras veces cuando los cierro te siento tan cerca que casi puedo ver la curva de tu mano sobre las cuerdas de una guitarra, la curva de tu sonrisa a medias, la curva de tu espalda en el balcón y hasta la curva de tus brazos detrás de mí. Y entonces todo se vuelve tan nítido que entro en un limbo donde no sé si ya ha amanecido o si sigo tumbada sobre una cama de 1.80 entre mantas y la vieja canción del recuerdo a deshora. Y cuando abro los ojos la luz del día lo vuelve todo tan oscuro que ya no puedo verte. No puedo ver el aliento de tu boca sobre mi cuello ni tus dedos rozando los míos en un juego entre buscarse y no querer encontrarnos.
Por suerte acaba llegando la noche con su sol vestido de gala y todas las estrellas parecen reflejar aquella playa desierta de arena fina y oscura. 

Como cada kilómetro. 

Y eso me transporta de nuevo allí. O a ningún lugar, porque ya no sé a dónde van todos esos resquicios que no aceptamos en ninguna parte. Porque eso el lo que hace la luna; te mueve. Un segundo estás en tu cuarto con la mirada perdida y al siguiente la tienes prendida. Y yo siempre vuelvo al mismo standby donde no existen ni el blanco ni el negro. Todo es rojo. Como la noche en la que nos quisimos sin querer; y sin saber. Sin saber que cada mirada escondía el peso de un beso que viaja en el tiempo sin encontrar el momento al que pertenece. Porque todos los momentos son suyos. Porque cada vez que cierro los ojos y me dejo ir atravieso la luna y vuelvo a la eternidad de aquella película en pausa. 

Eterna. 

Como las cosas que son sin ser. Las que no terminan de irse nunca. 
  

domingo, 21 de septiembre de 2014

Microcuento

Lo bueno de las respuestas ambiguas a las preguntas concretas es que hay que interpretarlas, y en esa interpretación está la verdadera respuesta. Por eso cuando me preguntaste te contesté de la forma más ambigua que pude.

El silencio.

Un silencio únicamente interrumpido por el suave click de una puerta que se cierra.

Siempre te quisiste ir, por eso no te pedí que te quedaras.


miércoles, 27 de agosto de 2014

La cultura del odio

El otro día estaba sentada en el sofá de casa haciendo zapping. En una de esas me salió Amar es para siempre, estaba hablando Pelayo, uno de los personajes más antiguos de la serie. Lo vi lo suficiente para oírle decir "Recuerda, la mejor herencia que te pueden dejar tus padres es una buena educación". Hombre sabio.

Hoy estaba sentada en un bordillo leyendo, al lado de un campo de golf, y había unas ramitas en el suelo que me molestaban. Las arranqué en cuanto las sentí debajo de las piernas. Fue algo automático, sin importancia. Pero me arrepentí nada más hacerlo. Me sentí muy humana, egoístamente humana. Y pensé. Algo no muy difícil teniendo en cuenta que lo que estaba leyendo era una recopilación de reflexiones de Hermann Hesse. Así es como actuamos: algo nos molesta y lo quitamos. Podría haberme cambiado de sitio o haber aguantado esa pequeña molestia, pero decidí arrancar las ramitas. Fácil, rápido.

Se ve que sentarme me viene bien para pensar.

Ahora dejemos las anécdotas a un lado. Podríamos decir que Occidente es el padre de Oriente. Quizá no su padre pero sí su veterano. En Occidente estamos de vuelta de la vida; de la muerte más concretamente. Hemos conocido el horror de la guerra, la fuerza de una idea que se impone, el dolor de un hombre roto. Y eso debería ser suficiente. Porque dos guerras mundiales me parecen suficiente. Pero no lo son. Nuestra capacidad de olvido es asombrosa. Y aterradora. Sin embargo, parece que un tiempo atrás sí nos pareció suficiente, y decidimos decir bien alto y bien claro que eso estaba mal. Llenamos los lugares de placas conmemorativas y seguimos con nuestras vidas. Pero había un problema que solucionar: las víctimas. Las ramitas. No las arrancamos, pero en un intento de limpiar la conciencia las movimos donde no nos molestaran, las desterramos a un rincón de la mente. Pero ese rincón ya estaba ocupado. Y ahora hay otro problema, un problema de cuya responsabilidad nos hemos desentendido. Y la boca se nos ha llenado de palabras de horror, el dedo índice se nos ha quemado de clicks. CLICKS. 

Somos esos padres que le acaban de dar una paliza a su hijo y luego le han dado el medio para descargar todo su dolor y su rabia con otro niño. Y lo va a hacer, porque eso es lo que le hemos enseñado que hay que hacer. Es la herencia que le hemos dejado. 
La responsabilidad es tan grande que a veces se vuelve insoportable.

Nos regimos por leyes que condenan un acto violento si es realizado por un individuo y que lo aplauden si se hace en masa. Tan solo tienes que pronunciar la palabra patria y todo se vuelve heroico. 
Porque así es como actuamos. Tenemos miedo y ponemos fronteras, creamos patrias de las que nos enorguellecemos porque nos dan un espacio en el que todo vale. Y todavía nos creemos distintos.
Mil lenguas, mil formas de entender la vida y otras mil de entender la muerte. Y sin embargo una sola forma de guiarnos: el instinto.

Es triste que, entre todo lo humano, acabemos eligiendo siempre nuestra parte animal.




viernes, 18 de julio de 2014

Introspección de madrugada

No es que quiera vivir cien años, pero tampoco no me vendrían mal algunas de esas pastillas para no soñar del maestro Sabina. Claro que no sé si funcionarán con todo tipo de sueños: los reales, los frustrados... Son las 3:39 de la mañana y aún no he pegado ojo. Estoy en frente de una pantalla totalmente rasgada y llena de grietas - literalmente - en la que casi no veo nada e intentando concentrarme en no sé exactamente qué para escribir.
No es como si no tuviera sobre qué hacerlo, hay muchas cosas que llaman mi atención de algún modo. Creo que en realidad me cuesta tanto por la simple pereza que me da organizar las ideas en mi cabeza. Sería una buena forma de empezar a organizar mi vida, sin embargo. Tampoco se me escapa la idea de que estoy perdida, y quizá por eso a las 3:45 de la mañana sigo intentando escribir en vez de intentar quedarme dormida de una vez por todas. 
Estar perdido es un poco como ser feliz, creo. No es un estado transitorio, no a corto plazo, al menos. Hay momentos, situaciones o circunstancias que te hacen girar en una u otra dirección pero, al final, acabas llegando a ese punto de indecisión constante en el que te has instalado quien sabe si por mera comodidad. Aunque puestos a estar cómodos, mejor instalarse en la felicidad, ¿no?
También es un poco como el ser o estar (¡qué desfachatez la de los ingleses juntarlo en un mismo verbo!). Uno puede estar y no ser, o incluso ser sin llegar a estar siempre. Pero cuando estás durante mucho tiempo acabas siendo inevitablemente. No sé si me explico. Se hace permanente. Por eso cuando me siento perdida, como ahora, en mitad de la noche y sin ser capaz siquiera de dormirme, me doy cuenta de que ya no estoy perdida sino que soy perdida, aunque intento no darme por vencida; ni por perdida. 
Y ya son casi las 4:00, creo que estoy batiendo mi propio récord en insomnio; aunque pensándolo bien es lo menos que se merece la decisión de empezar a ordenar un poco esto que llaman mi vida. Que de mía y de vida a veces tiene poco. Porque entre estar perdido y sentirse muerto hay apenas un par de frustraciones. Quizás a mí se me han acumulado demasiadas y por eso ya no estoy, sino que soy, y por eso soy incapaz de tomar ninguna decisión. 
Estaría bien poder consultar con la almohada, pero últimamente mis sueños - he de admitir que soy algo freudiana - vienen cargados de sorpresas. Aunque no sé de qué me sorprendo. 
Tampoco quiero ser de ese tipo de gente que se auto-consuela y se siente constantemente víctima de su vida porque, en cualquier caso, sería falso e injusto. Si soy víctima de algo es de lo que he hecho y, sobre todo, de lo que no he hecho, un poco a lo Benjamin Button. Pero quiero dejar de ser, y volver a estar solo de vez en cuando, lo justo para recordarme que estar perdido también significa estar en el camino para encontrarse, y empezar a disfrutar de las decisiones. 
Hoy, 4:09 de la mañana, tras toda esta retahíla, he tomado la primera decisión: vencer la pereza (y con ello la mediocridad) y comenzar a escribir. Otra vez. Porque al fin y al cabo siempre ha sido lo que he querido hacer, escribir mucho y muy bien. Y porque tengo muchas cosas que decir.
Y como segunda decisión: dormirme, ¡que ya son horas! 
A ver si hay suerte.
Cambio y corto. 

domingo, 23 de marzo de 2014

El olvido está lleno de memoria

La paradoja de la memoria y el olvido, de la historia y el tiempo, de la verdad. La España que rehuye de su historia se encuentra con uno de sus máximos representantes despojado de memoria. Parece una broma del destino, o quizá  un reflejo de lo que hemos hecho con nuestra identidad. El Suárez enfermo ha sido una España que no ha sabido asimilar su historia, que le ha dado la espalda y a la vez ha vivido siempre atrapada en su pasado. Es el reflejo de una historia que constituye una identidad, la nuestra, a la que le hemos ido arrancando uno a uno y poco a poco todos los pétalos hasta dejarla desnuda e indefensa. Confusa. Tambaleante.

Ahora todo el mundo recobra la Memoria. Una memoria tamizada, por supuesto. Y recuerda una España grande, que rompe, que evoluciona. Y recuerda un símbolo. Como siempre, las palabras llegan tarde, la memoria se queda corta, y el tiempo gana otra batalla. Ese es el verdadero clásico español: la alternancia entre una amnesia disfrazada y una memoria oportunista que derivan en un sistema que intenta realzar su identidad y es incapaz de rescatarla de la cuneta a la que la ha tirado.

Mientras tanto, los grandes van muriendo sin sustitución, y a la Historia la vamos dejando morir... 

En el fondo el olvido es un gran simulacro
nadie sabe, ni puede /aunque quiera/ olvidar
Un gran simulacro repleto de fantasmas,
esos romeros que peregrinaran por el olvido
como si fuese el Camino de Santiago

El día o la noche en que el olvido estalle
salte en pedazos o crepite,
los recuerdos atroces y los de maravilla
quebrarán los barrotes de fuego
arrastrarán por fin la verdad por el mundo
y esa verdad será que no hay olvido.

                              Mario Benedetti
 

DEP Adolfo Suárez 


lunes, 17 de febrero de 2014

sobre siglos y progreso


Estamos en el siglo veintiuno. Hasta ahí todo bien, y a partir de ahí no entiendo nada. Como si tras esas cinco palabras se escondiera un significado que no llego a comprender del todo. Parece la expresión de moda, el argumento que da por zanjada cualquier discusión con cierta controversia. Pero se nos olvida que hace tan solo quince años aún estábamos en el siglo veinte, un siglo marcado por guerras, represión y pobreza. El siglo veintiuno no es un ente aparte, no es la cumbre de nada, ni representa el progreso en su máximo grado, como a veces pretenden hacernos creer; es un paso más en la trayectoria de nuestra historia. ¿Qué intentamos transmitir cuando alegamos que estamos en el siglo veintiuno? Si gente inocente sigue muriendo en guerras que ni siquiera son suyas; si a centenares de niños se les quita un libro para ponerles un arma; si la competitividad de los mercados deriva en muchas ocasiones en una esclavitud supuestamente abolida (Porque ¡cómo va a haber esclavitud en el siglo veintiuno!); si todavía hay mujeres que venden su cuerpo e hipotecan su vida para poder sobrevivir un día más; si se suman deberes y se restan derechos; si...; si...


No sé exactamente qué significa estar en el siglo veintiuno, pero si tuviera que apostar por una definición, en ningún caso sería positiva y mucho menos llevaría el término progreso en ella. Hasta ahora lo único que he visto es cómo vamos desandando poco a poco un camino que tanto esfuerzo y tanta sangre costó recorrer, y cómo damos la espalda a aquellos problemas que van más allá del déficit económico. A veces me da la sensación de que Occidente se va a acabar llevando todo por delante  antes de que a Oriente le de tiempo a ver la luz al final del túnel.  


Falta empatía. No se trata solo de sentir lástima cuando vemos la miseria, el miedo, o la desolación en imágenes, se trata de hacerlo aun cuando hablamos de gente sin cara, sin nombre, sin historia. Y se trata de hacer que las cosas cambien.


Por suerte, la década y media que llevamos en este "gran siglo" también se caracteriza por el poder de la voz ciudadana. Y, por suerte, aún quedan 86 años para darle forma a esa definición que tanto me cuesta encontrar ahora. 


Ojalá al final se vuelva cierto eso del siglo del progreso.

jueves, 9 de enero de 2014

Perdiendo el hilo

Cómo cuesta deshacerse de las viejas mentiras. Esas que por viejas, te hacen sentir como en casa. Cómo cuesta dejar el traje de la inocencia a un lado y empezar a bordar una vida de incertidumbre. Caminamos con una túnica a medio camino entre lo que fuimos, lo que pretendemos ser y lo que somos. A medio camino entre la resignación y las ganas. A veces demasiado larga; a veces demasiado corta; a veces demasiado raída. Siempre mirando de reojo el viejo traje del fondo del cajón.

La verdad pesa demasiado en las espaldas aún sin curtir. La mentira es más acogedora, tiene ese olor a pan reciente o chocolate caliente. 
Yo, en algún punto entre la verdad y la mentira, entre el querer saber y la comodidad de la ignorancia, tengo el traje demasiado roto y la túnica con demasiadas preguntas sin responder. Y así, entre  puntada y puntada, veo cómo la verdad agarra con fuerza a la mentira y la saca a flote en un mar en el que yo me hundo cada vez más. Porque ya no sé sin son dos cosas distintas o es todo lo mismo. No sé si es un camino con principio y fin o si el destino es el punto de partida. Solo sé que he perdido el hilo de la historia y no puedo continuar cosiendo.

Méceme un poco más, dulce inocencia, mis retales aún pueden esperar...